Eva miró despacio al Paraiso,
a los labios de Adán, a sus preguntas,
al cielo, donde ya volaban juntas
de dos en dos las aves. Eva quiso
preguntarse en su carne el impreciso
primer ardor, y halló sus manos juntas
con las de Adán, y juntas las preguntas
también boca con boca, de improviso.
Cantaba la naciente primavera,
madrugadoramente muy temprana
en la sangre de Adán por vez primera.
Ascendía gloriosa la mañana,
y la inmortalidad del hombre era
un gusano royendo una manzana.
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